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El Oppidum Ibérico de Ilturir-Iliberri
 


            Hacia el segundo cuarto del siglo VII a.C. los habitantes de los distintos poblados del Bronce Final que se ubicaban en las faldas de lo que hoy se conoce como el Albaicín (Adroher; López; Pachón, 2001) decidieron abandonar sus poblados para establecerse en un asentamiento humano estable en la parte superior de la colina; este proceso de concentración de población dispersa en ámbito rural para establecer un asentamiento de mayores dimensiones, germen de lo que con posterioridad sería una verdadera ciudad, se conoce con el nombre de sinecismo . Para crear ese oppidum empezaron por construir un primer cerco perimetral, un recinto amurallado que rodeada la trama urbana; de ese primer momento aun se conoce muy poco, aunque es de suponer, por los restos arqueológicos documentados especialmente en el entorno de San Miguel Bajo (concretamente en el Callejón del Gallo) que este primer recinto apenas cubriría una superficie de 4-5 hectáreas, entre San Nicolás y San Miguel Bajo. El primer paso, previo incluso a la construcción de la muralla fue la deforestación de la zona donde se ubicaría la futura ciudad así como de un perímetro de seguridad en su entorno más inmediato. En las excavaciones del Carmen de la Muralla se que llevaron a cabo entre los años 80 y 90 del pasado siglo XX (dirigidas sucesivamente por los doctores Manuel Sotomayor, Mercedes Roca y Auxilio Moreno) puede observarse que los dos niveles arqueológicos más antiguos del solar, fechados en el siglo VII a.C. (Roca; Moreno; Lizcano, 1987; 1988; Moreno et al., 1991; 1992) presentan uno de ellos un color rojizo y el otro negruzco, posiblemente resultado del desbroce mediante quema y posterior tala de árboles el segundo, y el subsiguiente proceso de erosión básicamente por arrollada de lluvias en una zona que ha perdido el sustrato vegetal, el más rojizo. Estos dos estratos han sido localizados en la mayor parte de las excavaciones arqueológicas que se han desarrollado en la zona de lo que debió ser la extensión de este primer asentamiento.

Topografía de Iliberri            De la muralla de este momento fundacional apenas se ha excavado un pequeño tramo que no supera los treinta metros de longitud en la zona del Callejón del Gallo (López et al., 2001), consistiendo en un simple muro de construcción muy endeble, a base de cantos de río ligados con arcillas rojizas y paramentos tanto externo como interno muy mal cuidados; la anchura media del muro difícilmente llegaba a un metro; el tramo documentado corre en sentido este-oeste, para sufrir un requiebro en un ángulo de 90 grados para dirigirse directamente al norte. En dicho paño de muralla se localizó una pequeña puerta consistente en un vano simple de algo menos de dos metros de anchura, al cual  se dirigía un camino extramuros que venia a pie de muralla desde el este, y que estaba empedrado con cantos de río de pequeñas dimensiones desde que se acercaba a la muralla de la ciudad. Esta puerta, poco tiempo después, quizás hacia finales del siglo VII, se reforzó con un antemuro a modo de proteichisma que impedía la visión así como el acceso directo a dicha puerta; una vez dentro de la muralla, atravesada la puerta, se accedía a una plaza entorno a la cual se encontraban una serie de casas de las que hablaremos posteriormente. Dicha plaza, un simple espacio abierto, era utilizada para guardar ganado que durante el día pastaría fuera de la ciudad, mientras que por la noche, una vez cerrada la puerta, se utilizaba para protegerlo de posibles rapiñas o incluso de las fieras.

            Respecto a las unidades domésticas, a diferencia de las de la fase anterior, que presentaban una planta circular o elíptica (Rodríguez, 2001), las primeras casas de este nuevo asentamiento eran de planta rectangular, compartimentadas en distintas habitaciones, y se distribuían en torno a espacios abiertos al exterior, con zócalos de piedra y elevación en tapial o adobe dependiendo de las circunstancias. Incluso incluirían interesantes sistemas de aislamiento hidráulico . Es poco probable que en esta primera fase las casas tuvieran más de una altura en elevación.

            En estos momentos iniciales de la ciudad, el comercio con las comunidades fenicias de las costas de las actuales provincias de Málaga y Granada debió ser muy importante. Las poblaciones ibéricas importarían vino, salazones de pescado6 y distintos tipos de artesanías (especialmente bien conocidas las cerámicas fenicias), a cambio de productos de la tierra y, presumiblemente, minerales metálicos, como hierro o cobre. No debe descartarse como consecuencia del fuerte incremento de la producción de ciertos cereales en la vega de Granada en este momento, como la cebada, que las comunidades ibéricas produjeran y exportaran cerveza a los grupos fenicios de la costa, quienes en su lugar de origen (la actual Palestina marítima) la consumían frecuentemente, mientras que los escasos terrenos de cultivo de las costas meridionales de Andalucía posiblemente les obligara a especializarse en la vid y sus productos, ya que esta planta precisa terrenos menos delicados, en general, que los cereales.

            Una de las principales aportaciones con las que se cuenta en esta época es la introducción del torno para la fabricación de la cerámica. Esta técnica va supliendo progresivamente a la cerámica modelada a mano, provocando que la vajilla tanto de uso culinario como de almacenaje sufra importantes variaciones en estos momentos; inicialmente, las comunidades ibéricas se limitan a copiar a torno las formas cerámicas que realizaban con anterioridad, pero, rápidamente retoman formas que les son completamente ajenas, como es el caso de las ánforas, grandes contenedores con dos asas verticales inicialmente ideadas para el transporte de productos líquidos o semisólidos (Adroher; Caballero, Barturen, 2001). Posiblemente estemos ante los primeros pasos de importantes cambios sociales en las sociedades indígenas, ya que, muy probablemente, este fenómeno nos estaría hablando de una artesanía que, por primera vez en la historia, tiene dedicación a tiempo completo, consecuencia del incremento de necesidades que provoca el contacto comercial sistemático con las comunidades fenicias costeras.

            A partir del siglo VI a.C., y como consecuencia de un progresivo enriquecimiento debido a este intercambio comercial de un lado, así como a una mayor capacidad de concentraciones de población por otro, la primitiva ciudad ibérica se queda pequeña ante el crecimiento vegetativo que se está produciendo. La ciudad, en consecuencia, se amplia, construyéndose una nueva muralla mucho más monumental. Esta segunda muralla, que llevaría implícita la total destrucción del primer recinto, ha sido documentada al menos en tres puntos del Albaicín: en la Casa del Almirante, en el Carmen de la Muralla (Roca, 1996) y en el solar de la actual mezquita de San Nicolás (Casado et al., 1998). Se trata de un muro de grandes dimensiones, en torno a siete metros de anchura en la base, construido con hiladas que alternan piedras de grandes dimensiones (siempre bolones del sustrato geológico conocido con el nombre de formación Alhambra) con hiladas de tapial; al exterior se reforzaría con un talud de arcilla, construido con el mismo sedimento que se formó en la fase anterior (ese nivel rojo al que hacíamos referencia anteriormente). El alzado de este recinto debiera superar los siete metros de altura, y, aunque aún no se ha localizado ninguno, debió presentar baluartes externos en los principales puntos de defensa, denominados bastiones, los cuales, a diferencia de las torres, son simples ensanches de la muralla que permiten la concentraciones de soldadesca o de maquinaria de defensa ante un eventual ataque.

            Los datos con los que contamos para esta fase del siglo VI a.C. son, si cabe, aun más escasos que para la fase anterior. Nos encontraríamos ya con una ciudad perfectamente fortificada, con una extensión que podría superar las quince hectáreas; desde un punto de vista arqueológico existen cuatro puntos donde se han documentado (al margen de la muralla) restos de este momento: en Santa Isabel la Real (López et al., 2001), donde se asocian estructuras (que no pudieron ser excavadas en su totalidad) y buenos niveles arqueológicos, al igual que sucedía en el solar de María la Miel esquina San Nicolás (una de las primeras excavaciones realizadas en la ciudad a mediados de los años 80), en el Carmen de la Muralla, y, finalmente en una de las esquinas de la Plaza de San Nicolás; esta última excavación ofreció el mejor conjunto estructural hasta ahora conocido para esta época: se trata de una casa de la que se pudieron excavar tres habitaciones; los muros estaban construidos con zócalos de mampostería y elevación en adobe; una de las habitaciones presentaba un suelo preparado con arcilla, la pared recubierta de yeso y restos de un hogar (Rodríguez, .2001).

            No parece que se hayan producido cambios sustanciales en los sistemas constructivos respecto a la fase anterior; tanto la arquitectura de las unidades domésticas como los elementos funcionales que las componen (suelos, banquetas corridas para sentarse, hogares, etc.) mantienen la técnica de trabajo sin que se hayan detectado evoluciones en un sentido o en otro.

            Desde un punto de vista tecnológico, sin embargo, sí que puede observarse un cambio iniciado en la fase anterior y que parece tener su culminación en el siglo VI a.C.: la utilización del torno para la fabricación de vajilla cerámica ha sustituido plenamente el modelado a mano. Existe ya todo un ajuar cerámico perfectamente ibérico; platos, cuencos, urnas de borde pendiente, ánforas, tinajas; también los modelos decorativos se han conformado en este momento: pinturas de bandas y filetes paralelos, aguadas y semicírculos concéntricos pueden encontrarse dentro del repertorio vascular ibérico en cerámicas de cocción oxidante. La vajilla fina en cerámica sigue siendo, por el contrario, de cocción reductora: el color gris, al que se le añade un tratamiento peculiar parece seguir siendo el elemento preferencial en los gustos estéticos de la época. No obstante, se observa una lenta tendencia al abandono de estas series a favor de las cerámicas oxidadas, lo que provocará, al final del período, la casi completa desaparición de la cerámica gris de los contextos arqueológicos, especialmente a inicios del siglo V a.C. (Adroher; Caballero; Barturen; 2001)

            Pero, en este momento del Ibérico Antiguo, el comercio con la costa se sigue manteniendo, si bien es cierto que se detectan las primeras importaciones de cerámicas griegas, frente a una cada vez menor importación de vajilla de origen fenicio, aunque siguiera en manos de éstos la comercialización de todos los productos que llegaban a los asentamientos ibéricos; concretamente han sido localizados varios fragmentos de un tipo de vaso denominado copa jonia B2, con pie cónico y dos asas horizontales, decorado con una serie de bandas negras paralelas en la pared externa de la copa. Este tipo de copas, producidas en la costas occidentales de Anatolia, entonces ocupadas por ciudades-estado griegas como Focea, Pérgamo, Éfeso, Priene, etc., llegaron frecuentemente a la Península Ibérica, si bien es cierto que difícilmente tan al interior como en este caso. En la costa, los materiales que pueden observarse en esta época son, lógicamente mucho más ricos y variados, ya que existen otras cerámicas de origen helénico, como vasos corintios, otros itálicos como vajillas de bucchero nero etrusco, etc. Respecto a estos y otros productos las costas meridionales y levantinas de la Península Ibérica están sirviendo de filtro de los materiales mediterráneos, redistribuyendo exclusivamente determinados tipos de materiales como se demuestra por la variación existente entre los mismos contextos cronológicos en las zonas costeras y en las zonas de interior.

Tipos de Cerámica en Iliberri            A finales del siglo VI a.C., el Mediterráneo en general sufrió un fuerte proceso de transformaciones; la llegada de piratas focenses a la cuenca occidental desestabilizó el equilibrio existente entre comerciantes cartagineses y etruscos quienes llevaban casi dos siglos de perfecta convivencia, hasta tal punto que se produjo un enfrentamiento bélico que alió a ambos en contra de los griegos recién llegados; este enfrentamiento, la batalla de Alalia (hacia el 535 a.C.), junto a la costa oriental de Córcega, supuso un profundo cambio en el status quo del mundo occidental; se iniciaba de esa forma la decadencia de la cultura etrusca, que es progresivamente sustituida por la nueva koiné comercial focea la cual se establecería en la antigua colonia griega de Massalia (Marsella). Por su parte, el mundo púnico cartaginés sufre un cierto descalabro, que se refleja en la Península Ibérica, especialmente en la ausencia de productos de importación en las comunidades ibéricas, en cuyas ciudades dejan de aparecer materiales de origen oriental, tanto griegos como fenicios. Este momento supone un importante cambio en las sociedades ibéricas, que entran en crisis, la cual puede rastrearse a través de ciertos comportamientos bien detectados a nivel arqueológico como las destrucciones de conjuntos escultóricos como bien se ha analizado en el caso del grupo del Cerrillo Blanco de Porcuna, en Jaén, destrucción que viene a datarse entre finales del siglo VI y principios del siglo V a.C. La estructura comercial que se había organizado desde el siglo VII a.C. en los contactos sistemáticos con la costa también parece diluirse; los poblados especializados en el control directo de estas actividades son abandonados, como es el caso de Canto Tortoso (Gorafe) o Barranco del Moro (Zújar), ambos en la provincia de Granada, lo que nos está indicando un fuerte deterioro de estas relaciones comerciales (González; Adroher, 1998; Adroher; López; Pachón, 2001).

            Como consecuencia de este proceso, las comunidades ibéricas parecen sufrir un proceso regresivo que se observa en dos parámetros fundamentalmente: el abandono de las pequeñas aldeas de vocación agropecuaria , y la práctica inexistencia de materiales de importación de origen mediterráneo. (Adroher; López, 2002a)

            La crisis parece resolverse, finalmente, hacia mediados del siglo V a.C. De nuevo empiezan a encontrarse materiales importados, es este caso especialmente el ámbito ateniense, cuya artesanía cerámica había sufrido un fuerte impulso como consecuencia de los cambios sociales producidos en la época de Pericles. Así empezamos a encontrar copas de pie alto en figuras rojas, si bien aun en escaso porcentaje o las denominadas Copas Cástulo, mucho más frecuentes (Adroher, 1988; Adroher, 1992; Caballero; Adroher; López, 2001). A partir de finales del siglo V a.C., la situación está ya completamente superada. La ciudad ibérica de Ilturir-Iliberri entra en una nueva fase expansiva, si no desde el punto de vista urbanístico sin duda sí desde el punto de vista comercial.

            Este momento es especialmente conocido por una de las necrópolis ibéricas, la denominada Mirador de Rolando (Arribas, 1967); como suele ser característico de esta cultura, se ubicaba fuera del oppidum, extramuros, y separada de éste por una valle o rambla, en nuestro caso por la que conforma la actual Cuesta de la Alhacaba. Se conoce muy poco de ella, pero entre sus restos queda patente la presencia de ricos materiales, como falcatas, soliferrea, urnas y, ya de origen griego, algunas piezas áticas tanto de figuras rojas como de barniz negro. Es probable que el origen de la necrópolis fuera mucho más antiguo; en unas excavaciones realizadas en la parte alta de la Calle Turia con Avenida de Murcia se localizaron una serie de elementos que se relacionan normalmente a las necrópolis, como un posible bustum de incineración, asociado a materiales cerámicos relativamente antiguos, como cerámicas grises y ánforas de hombro marcado y labio subtriangular, correspondientes normalmente al siglo VI a.C. En cuanto al momento final del uso de la necrópolis, posiblemente pudiera establecerse ya en plena época romana, a juzgar por la última intervención de urgencia realizada en la zona, y donde aparecieron fragmentos de Terra Sigillata Hispánica (Pastor; Pachón, 1991). Aunque la perduración de una necrópolis ibérica hasta bien entrado el siglo I d.C. es relativamente poco frecuente hay que pensar que Iliberri aceptó desde un primer momento la presencia romana, por lo que huyó de enfrentamientos directos con las tropas invasoras, lo que le propició un status de ciudad amiga de Roma; esto permitiría a la población indígena seguir manteniendo sus costumbres hasta que el proceso de romanización se completase ya hacia la época Flavia (finales del siglo I d.C.).

            Se conocen restos de otras posibles necrópolis ibéricas, aunque los materiales parecen algo más tardíos quizás ya del sigo III a.C. Se trataría de los conocidos hallazgos de Gómez Moreno en 1869 en la colina del Mauror, y de las dos urnas localizadas en la Calle Pavaneras a finales de los años 80 del pasado siglo XX en una excavación de urgencia, lamentablemente no publicada. No obstante, estas últimas parecen no presentar decoración alguna. Es muy frecuente que los oppida nucleares presenten varias necrópolis, como sucede en los vecinos casos de Tutugi (Galera) y de Basti (Baza), ambas en la provincia de Granada (Adroher; López; Pachón, 2001).

            Las necrópolis de Iliberri, aunque no se conocen en profundidad por las circunstancias que han rodeado sus respectivos descubrimientos, nos están indicando que, en la denominada época Plena Ibérica (siglos V al II a.C., grosso modo) el oppidum estaba en continuo crecimiento, fenómeno que se mantiene de forma constante hasta la época romana (Ruiz; Risquez; Hornos, 1992). Ya a partir de bien avanzado el siglo I d.C. se produce un proceso de cambio cultural importante abandonándose las tradiciones ibéricas y asumiendo más profundamente la romanización; es este el momento en que se trasladarían las necrópolis a nuevos puntos, concretamente junto a los caminos de acceso más importantes a la ciudad romana, tal y como rezaba la tradición latina. Es el caso de las necrópolis de la Calle Panaderos, la de San Juan de los Reyes en el Albaicín o de la Calle de la Colcha junto a la Plaza Isabel la Católica.

            Volviendo a época Pleno Ibérica, es decir, al siglo IV a.C., es en este contexto donde se inscribiría el descubrimiento que contextualiza los vidrios objetos de esta exposición (Rambla; Cisneros, 2000), y del que se hablará más determinante en el capítulo pertinente. La presencia de este depósito ha sido especialmente importante para comprender, vistos los materiales arqueológicos asociados, la importancia que el comercio mediterráneo adquirió en Iliberri; la presencia de ese importante lote de cerámicas griegas, al margen de consideraciones sobre su funcionalidad en este conjunto, a nadie escapa que son fruto de una fuerte capacidad adquisitiva por parte de los habitantes del oppidum bastetano. La calidad y cantidad de material así parece confirmarlo (Caballero; Adroher; López, 2001).

            Desde un punto de vista territorial, es en este momento cuando Iliberri empezó a desarrollar un sistema de control directo sobre su área de captación de recursos agropecuarios; en este sentido habría que interpretar dos elementos importantes desde el punto de vista de la ocupación: la existencia de un cada vez más importante grupo de aldeas ibéricas concentradas en la vega granadina (fenómeno que no existe con anterioridad a este momento), y al que habría que atribuir la fundación de asentamientos como Loma Linda en Los Ogíjares, La Cuesta de los Chinos en Las Gabias o Los Baños de La Mala (Fresneda; Rodríguez, 1980; 1982; Fresneda; Rodríguez; Jabaloy, 1985). No deben olvidarse, por otra parte, los restos de estructuras y materiales ibéricos dispersos localizados en distintas excavaciones en la zona llana de la ciudad actual, como la Plaza de los Lobos o la de Mariana Pineda. Por otro lado existirían un conjunto de pequeños poblados fortificados que apoyarían un sistema de defensa de este territorio; hasta el momento solamente se conoce uno que pudiera cumplir esta función. Se trata de El Cerro de la Encina de Monachil, un cerro encastillado que domina perfectamente el valle del río Monachil; si bien es cierto que no se conservan las estructuras defensivas de época ibérica, tampoco hay que desdeñar que la importancia del sistema amurallado del Bronce Final en este yacimiento pudo haber sido utilizado por las comunidades del siglo III a.C. para afianzar las de época ibérica, sin que se hayan conservado restos de entidad de este período como consecuencia de los fuertes procesos erosivos que ha sufrido el cerro donde se ubica el asentamiento.

            La arqueología no proporciona muchos más datos, por el momento. La muralla monumentalizada durante el siglo VI a.C. a la que hacíamos referencia anteriormente, debió seguir perdurando hasta la época romana, y no se han detectado, por el momento, reestructuraciones importantes durante la fase pleno-ibérica. Por tanto no puede hablarse de una nueva muralla para este momento. Sin embargo sí que se ha detectado un importante conjunto de unidades domésticas en numerosas excavaciones en el Albaicín, lo que podría permitir pensar que algunos de las casas hubieran podido desbordar el perímetro urbano de las fases anteriores, por lo que podrían haberse creado algunos arrabales extramuros para dar cabida al incremento poblacional que parece detectarse en esta fase (López; Adroher; López, 2001; López; Adroher; López, 2001a).
Quizás la estructura más interesante hasta ahora sea la cisterna localizada en la Casa del Almirante; aunque el relleno interno se debería fechar a finales del siglo II a.C., es indudable que esta fecha supone la amortización de una estructura lógicamente anterior. Existen serios problemas para atribuirle una cronología exacta, pero es más que probable que por las seriaciones estratigráficas documentadas junto a la misma su construcción habría tenido lugar entre los siglos IV y III a.C. Se trata de un depósito de agua de planta rectangular con los dos lados menores semicirculares (de un tipo conocido tradicionalmente en la bibliografía arqueológica como “a bagnerolle”), de cinco metros de longitud y 1,5 metros de anchura. Está construida con piedra de tipo travertino, ligada con argamasa de arcilla roja muy pura; las piedras están bien escuadradas, y se distribuyen en hiladas relativamente homogéneas. La impermeabilización está asegurara por las arcillas que sirven de unión a las piedras y por la estructura interna del travertino las pequeñas oquedades se saturan fácilmente lo que impide la pérdida de agua.

            Pasado este período, Iliberri entraría en contacto con la conquista bárquida del ámbito sur de la Península Ibérica ya en el siglo III a.C. Los cartagineses debieron asentarse en la ciudad, especialmente en busca de mercenarios que a cambio de soldadas ayudaran a controlar a las poblaciones que no se dejasen conquistar por un lado, y con la intencionalidad, por otro, de preparar un ejército que debería enfrentarse a la ya poderosa ciudad de Roma, cuyos intereses empezaban a cruzarse con los cartagineses, ambos pendientes de controlar el rico comercio del Mediterráneo Occidental. Tenemos pocos datos en las fuentes escritas greco-latinas sobre lo que sucedió en estas zonas meridionales; tampoco las fuentes arqueológicas ayudan mucho en este sentido. Cerca de Ilurco, situada en Pinos Puente, se produjo un enfrentamiento con el ejército romano dirigido por L. Emilio Paulo, de nefastas consecuencias para este último. Aunque aún no existe confirmación científicamente contrastada, muchos expoliadores mencionan que en un perímetro de menos de tres kilómetros del Cerro de los Infantes, en algún cerro ubicado al Este del mismo, resulta relativamente frecuente encontrar monedas cartaginesas, lo que explicaría posiblemente esta batalla, ya que, de ser cierto este dato, Ilurco debió haber apoyado a las tropas cartaginesas durante la Segunda Guerra Púnica, por lo que Roma posiblemente debió realizar un marcha de castigo contra esta ciudad ibérica (sobre Ilurco vs. Contreras; Carrión; Jabaloy, 1983; Molina et al., 1983; Castillo; Orfila; Muñoz, 1995; Adroher; López; Pachón, 2001).

            Volviendo al oppidum de Iliberri, a este momento, situado ya en la fase de conquista romana del territorio bastetano (a la cual pone fin Tiberio Semponio Graco en el 180-179 a.C.), los datos arqueológicos parecen que vuelven a fluir con cierta nitidez, aunque siguen, sin duda, siendo insuficientes.

            Por un lado, en la excavación del Carmen de la Muralla, durantes las excavaciones dirigidas a principios de los años 80 por Manuel Sotomayor (Sotomayor; Sola; Choclán, 1984), se descubrió, junto al horno de cerámica romana (y, en parte destruido por esta construcción posterior), un estrato con el mayor conjunto de cerámica ibérica tardía hasta ese momento descubierto en la ciudad. Pero lo que más llamaba la atención era la presencia, porcentualmente muy marcada, de platos de borde divergente y fondo de anillo sin decoración pintada (tan al gusto de las poblaciones indígenas). Recientes investigaciones realizadas en la zona Norte de la provincia de Granada, concretamente en Puebla de Don Fadrique (Adroher; Sánchez; Cabalero, 2004), han demostrado que estos conjuntos de vajillas tan característicos se relacionan con la existencia, en ese punto, de santuarios ibéricos al aire libre, situados en las inmediaciones de los núcleos de población, pero siempre extramuros.

            Si bien los elementos arquitectónicos de esta época son muy escasos, no cabe duda que la cantidad de material arqueológico asociado a los siglos II y I a.C. se incrementa notablemente. El oppidum ibérico no debió sufrir ningún tipo de reestructuración importante tras la conquista romana; sin solución de continuidad durante casi medio siglo, a partir de la mitad del siglo II a.C. empieza a observarse un fenómeno relativamente rápido de aculturación, especialmente relevante en la cultura material exhumada en las diversas excavaciones de la ciudad (Adroher; López; López, 2001; Adroher et al., 2001b; Adroher; López, 2001-2002). Se producen cambios notables en la vajilla de mesa, sustituyéndose, de forma progresiva, un ajuar doméstico tradicionalmente indígena por platos y copas de cerámica procedentes, fundamentalmente, de la zona de Nápoles. La importación de vino itálico es especialmente importante partir de finales del siglo II a.C., observándose un importante porcentaje de ánforas republicanas de tipo Dr. 1A con pasta pompeyana. Junto a estos materiales encontramos otros productos procedentes de este comercio mediterráneo, entre los cuales cabría destacar la presencia de cerámicas grises de la costa catalana, en forma de pequeñas jarritas de un asa vertical.

            Entre todo este material cerámico, desde hace menos de una década, se está empezando a detectar una serie cerámica sobre la cual no se habrían realizado estudios anteriormente. Se trata de imitaciones de cerámicas de barniz negro en pasta gris; el barniz es sustituido por un bruñido en la superficie que se asemeja notablemente al que caracterizaba a las cerámicas grises de la época antigua (básicamente siglos VII y VI a.C., vs, supra); muy probablemente esta serie cerámica, que hemos bautizado con el nombre de Gris Bruñida Republicana (inicialmente clasificada por nosotros con el nombre de gris bastetana, vs. Adroher; López, 2000a), sea una producción propiamente militar, realizada directamente por artesanos romanos al servicio de los ejércitos que están conquistando y controlando las nuevas provincias Hispana.

            En cuanto a las cerámicas propiamente indígenas se observa una tendencia a la desaparición de la decoración pintada en la mayor parte de las formas; a diferencia de otras zonas colindantes como las depresiones intrabéticas septentrionales granadinas (actuales comarcas de Guadix-Baza-Huéscar, vs. Adroher et al., 2004), ciertas formas se hacen más frecuentes, concretamente los pequeños cuencos de borde entrante, que a partir del siglo II a.C. ya no se utilizaban en otros territorios siguen perviviendo, como se puede observar en el depósito anteriormente mencionado que relacionamos con un santuario iliberritano.

            El mejor conjunto de cerámicas hasta ahora localizado es el relleno de una cisterna localizada en las excavaciones de la Casa del Almirante; se trata de un contexto muy homogéneo que puede datarse hacia el año 100 a.C., y del cual pueden extraerse una gran cantidad de datos en relación a los cambios que se están produciendo en la ciudad ibérica. Aquí se detectan piezas de origen itálico, tantos las ánforas republicanas anteriormente mencionadas (Dr. 1A) como distintas series de cerámicas de barniz negro, especialmente Campaniense A y Campaniense B de origen etrusco (de muy alta calidad); también pueden observarse otros materiales de procedencia púnico-hispánica, concretamente las ánforas del tipo Campamentos de Numancia (CCNN), cilíndricas y de boca de la misma anchura que el cuerpo con el labio engrosado al interior y un listel en la parte exterior del mismo. Estas piezas, documentadas por Enric Sanmartí en los campamentos de Escipión en Garray (Soria), proceden muy probablemente del círculo del estrecho de Gibraltar.

            Pero junto a las cerámicas existe otro dato muy interesante, la presencia de material de construcción en arcilla cocida, concretamente de tégulas; se trata del más antiguo testimonio hasta ahora documentado en Iliberri del uso de un sistema de cubierta de casas y edificios en general con materiales más nobles que los hasta ese momento conocidos en el oppidum ibérico (ya que los escasos datos con que contamos nos hablan de cubiertas en materiales perecederos, como el cañizo).

            A este respecto aún falta mucha información, ya que si bien es cierto que en este momento parece existir un importante desarrollo de la ciudad son aún muy escasos los datos que contamos respecto a su urbanismo; mejor conocidas son los hallazgos de materiales, como el conjunto de monedas de acuñación iliberritana procedentes de la excavación de San José, concretamente siete monedas de esta ceca con un personaje masculino con casco en el anverso triquetra con leyenda latina “FLORENTIA” en el reverso. Es la mejor colección presente hasta ahora en un buen contexto arqueológico, quizás del siglo II o I a.C. Al parecer, la emisión de moneda se pudo mantener hasta la época de Augusto, sustituyendo en uno u otro momento emisiones con leyenda en latín y en ibérico, aunque los numismatas aún no parecen ponerse de acuerdo sobre la exacta periodización de este fenómeno (Marín; Padilla, 1999; Fuentes, 2002; Orfila; Ripollés, 2004).

            A partir de la mitad del siglo I a.C. se inicia, según muchos autores, el proceso de municipalización de la ciudad, entrando, de esta forma, en la órbita jurídica del imperio, en un proceso de romanización lento pero inexorable que acabará culminando con la total desaparición de los rasgos que identificaron, durante algo más de siete siglos lo que conocemos como cultura ibérica (Molina; Roldán, 1983; Adroher; López, 2000; Adroher; López, 2002).

Andrés M. Adroher; Alejandro Caballero; Amparo Sánchez



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