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Ramón y Cajal, Santiago

Contenido disponible: Texto GEA 2000  |  Última actualización realizada el 29/04/2011

(Petilla de Aragón, Navarra, I-V-1852 - Madrid, 17-X-1934). Médico e histólogo. La extraordinaria importancia de Ramón y Cajal en la historia universal de las ciencias médicas y en la vida científica de España hace conveniente dividir este artículo en cinco apartados, respectivamente consagrados a la vida, la obra, el hombre, la españolía y la significación histórica de nuestro máximo sabio.

Vida: Administrativamente navarro por su nacimiento, en cuanto que a la provincia de Navarra pertenece el enclave municipal de Petilla de Aragón, Santiago Ramón y Cajal —en lo sucesivo, Cajal— fue totalmente aragonés. A una lo determinaron su estirpe, su educación, su carácter y, desde luego, su honda vinculación afectiva a la tierra de Aragón. Hijo de los larresanos Justo Ramón Casasús Buscar voz... y Antonia Cajal, el niño y mozuelo Santiago fue adquiriendo su fuerte personalidad en los varios pueblos del Alto Aragón donde su padre ejerció la profesión médica: Larrés Buscar voz..., Luna Buscar voz..., Valpalmas Buscar voz... (1856-1860), Ayerbe Buscar voz.... En Valpalmas y Ayerbe recibió la primera enseñanza. Cursó la segunda en el colegio de los padres escolapios de Jaca Buscar voz... y en el Instituto de Huesca Buscar voz.... En 1869 obtuvo en ese Instituto su título de bachiller y, trasladado a Zaragoza, inició sus estudios de Medicina.

Varios rasgos destacan en la vida y el carácter del Cajal niño y adolescente: su incontenible, montaraz tendencia a la travesura infantil (pedreas, burla de profesores, construcción y disparo de un cañón de madera y hojalata, etc.), su ingenio y hondo asombro ante los espectáculos de la naturaleza (caída de un rayo, producción de un eclipse solar, paisajes boscosos) y las creaciones técnicas de las ciencias (cámara oscura, ferrocarril, revelado fotográfico), una intensa afición a la lectura literaria y a las artes pictóricas (con su terca decisión de hacerse pintor habrá de luchar la no menos terca decisión de sus padres de hacerle médico) y el entusiasmo por los «episodios nacionales» (Wad-Ras, «la Gloriosa» Buscar voz...) en que por entonces pareció renacer el vigor de la patria. De manera enteramente espontánea, en él cobraron simultánea realidad los dos contrapuestos arquetipos decimonónicos de la perfección infantil: el Tom Sawyer, de Mark Twain, y el Gianetto o Juanito de Parravicini. Tom Sawyer, el mozuelo que se afirma a sí mismo rebelándose contra las convenciones del mundo en que vive, y Juanito, el niño cuya distinción consiste en aceptar obedientemente los ideales y las reglas de conducta de los padres. En el caso de Cajal, el infante a quien las explicaciones de su padre enseñan a entender y admirar el hecho de un eclipse y el adolescente que bajo el magisterio paterno aprende a ver y describir huesos sustraídos en el cementerio de Ayerbe.

En la Facultad de Medicina de Zaragoza Buscar voz... (1869-1873) se hace médico Cajal. Algo de su naturaleza bravía perdura en él durante sus años de estudiante universitario; pero pronto, junto al estudio concienzudo de las disciplinas que por su materia o por el atractivo de quien la enseñaba más le atrajeron (las Ciencias Naturales y la Química en el curso preparatorio, la Anatomía, la Fisiología y la Patología general en los subsiguientes), tres aficiones distintas sirvieron de cauce a la fuerte voluntad de auto-afirmación del futuro sabio: las que él mismo llamará sus «manías» literaria (versos y relatos románticos, relatos de ciencia ficción), gimnástica (apasionado cultivo del vigor muscular) y filosófica (lectura empeñada de obras filosóficas).

Un breve episodio militar retrasará, sin embargo, la conversión de esa promesa en realidad. En 1873, el joven licenciado en Medicina entra en la que llamaron «quinta de Castelar»; y ya en el Ejército, tras haber ganado por oposición una plaza de médico segundo de Sanidad Militar y varios meses de incruenta persecución de las partidas carlistas Buscar voz... por tierras catalanas (1873-1874), es destinado al ejército expedicionario de Cuba. En los hospitales de campaña de la isla hubo de conocer los aspectos más sombríos de la guerra colonial. Moralmente maltrecho y físicamente enfermo, regresó a España en junio de 1875, para reinstalarse en Zaragoza y dar paulatino cumplimiento al propósito que su tenacísimo padre había conseguido imbuir en él: prepararse con toda seriedad para el acceso a una cátedra de Anatomía.

Muy telegráficamente, he aquí sus actividades y vicisitudes más relevantes entre su retorno a Zaragoza y el logro de la primera de las cátedras de que fue titular. En 1875 es nombrado ayudante de Anatomía, y poco mas tarde, en 1877, profesor auxiliar interino de la misma disciplina. Ese mismo año se examina en Madrid de las asignaturas del doctorado en Medicina, una de ellas la Histología; y seducido por la contemplación de las preparaciones micrográficas que le muestra el catedrático de la asignatura, Maestre de San Juan, decide consagrarse a la investigación histológica. Compra a plazos un microscopio y un cicrotomo y con ellos instala su modestísimo primer laboratorio. Fracasa en sus primeras oposiciones a cátedra (1878), no obstante haber destacado en ellas por su amplio y riguroso saber anatómico-descriptivo. Padece un brote de tuberculosis pulmonar intensamente hemoptoica, del que se restablece en Panticosa Buscar voz... y San Juan de la Peña Buscar voz.... En 1879 gana por oposición la plaza de director de Museos Anatómicos en la Facultad de Zaragoza, contrae matrimonio con Silveria Fañanás y perfecciona su deficiente formación en anatomía comparada y biología evolucionista. Meses más tarde (1880), nuevas oposiciones a cátedra y nuevo fracaso, víctima del caciquismo Buscar voz... del presidente del tribunal. Entretanto, publica sus primeros trabajos científicos y alcanza especial maestría en la preparación de placas fotográficas. Por fin, en 1883, logra por unanimidad la cátedra de Anatomía de la Universidad de Valencia.

Desde entonces hasta su muerte, la vida de Cajal será, con las variantes que la época, el país y la ciudad de residencia vayan imponiendo, la de un profesor universitario que cumple escrupulosamente con su deber y, mediante su excepcional obra de investigador, rápidamente logra elevarse a las más altas cimas del prestigio científico. En Valencia pasará tres años, desde 1884 hasta 1887. A lo largo de ellos, además de esa doble y absorbente actividad, otros dos temas van a embargarle: el cultivo del hipnotismo y, por encargo de la Diputación de Zaragoza, el estudio del papel del bacilo vírgula en la génesis del cólera Buscar voz..., que en 1885 azotó epidémicamente toda la península, y del valor de la vacunación anticolérica propuesta por Ferrán. En 1887 se traslada a Barcelona como catedrático de Histología normal y patológica, y en la Ciudad Condal reside hasta 1892, año en el que, tras brillante y larga oposición, ocupó en Madrid la vacante de esa misma asignatura causada por la muerte de Maestre de San Juan. En Madrid seguirá desde entonces hasta su muerte.

La estancia de Cajal en Barcelona fue tan grata como fecunda. En efecto: en 1888 obtiene las preparaciones micrográficas que por vez primera hacían evidente la relación de contigüidad y no de continuidad entre las células nerviosas, y en 1889 logra que la importancia de sus hallazgos sea elogiosamente reconocida en una reunión de la Sociedad Anatómica Alemana, a la cual pertenecía como miembro. A partir de entonces, el prestigio de nuestro sabio se hace universal. Así lo demostrará la larga serie de invitaciones y distinciones que año tras año va recibiendo: Croonian Lecture en la Royal Society de Londres (1894), conferencias en Norteamérica (Clark University, 1899), Premio Internacional de Moscú (1900), Medalla Helmholtz (1905), Premio Nobel (1906), y tantas más.

Alterada o conmovida por las vicisitudes históricas de que le tocó ser testigo (el desastre de 1898, al cual tan sensible fue nuestro sabio, la guerra mundial de 1914, que tan hondamente le deprimió), por los homenajes públicos que se le tributaron (muy especialmente, los consecutivos a la obtención del Premio Nobel: por los múltiples nombramientos de que fue objeto (Real Academia de Ciencias, 1895; Real Academia de Medicina, 1897; dirección del Instituto Nacional de Higiene, 1900; Real Academia Española, 1905; primer presidente de la Junta para Ampliación de Estudios, 1907; creación del Instituto Cajal, 1920; dedicación de calles y plazas, erección de estatuas; publicación del Libro en honor de D. Santiago Ramón y Cajal, 1922) y por eventos de diversa índole (entre ellos, el espinoso y al fin bien resuelto de sus relaciones científicas con Río-Hortega), la vida de Cajal en Madrid tendrá hasta su muerte una dedicación constante y suprema: la investigación histológica. Y con ella, la atención a la importantísima escuela de investigadores que directa o indirectamente supo suscitar: P. Ramón y Cajal Buscar voz..., Achúcarro, Tello, Río-Hortega, D. Sánchez, Rodríguez-Lafora, Lorente de No Buscar voz..., Villaverde, F. de Castro...

Obra: En la ingente obra científica de Cajal deben ser distinguidos un período previo y varias etapas sucesivas. Hasta los años 1887-1888, en los cuales comienza el sabio su exploración de la textura del sistema nervioso mediante la impregnación cromo-argéntica, la vida científica de Cajal es el paulatino ascenso desde una infancia montaraz hasta la madurez intelectual y técnica en que ya es posible una investigación científica bien orientada; ascenso en el cual cabe discernir los siguientes pasos: el amor a la naturaleza y las excelentes dotes de observación de un niño muestran la ingénita capacidad de éste para convertirse en naturalista; unas rudimentarias lecciones de osteología, las que don Justo Ramón Casasús dio a su hijo en un granero de Ayerbe, orientan esa capacidad hacia la anatomía humana; la práctica empeñada de la disección anatómica afianza luego tal polarización del nativo talento morfológico; la oportuna contemplación de unas preparaciones micrográficas proyecta hacia la histología dicho talento y convierte la afición en vocación; una serie de concausas, por fin, concentran en un campo bien determinado, la textura del sistema nervioso, esa ya firme vocación histológica del incipiente investigador. No puede así extrañar que entre 1880, año en que aparece el primer trabajo científico de Cajal, y 1887, fecha en que se inicia formalmente su casi monogámica dedicación a la neurohistología, las publicaciones del joven sabio expresan una versátil dedicación hacia varios campos de la investigación histológica, porque todos le atraen. Lo cual plantea al biógrafo esta ineludible pregunta: ¿por qué a partir de ese año es la exploración del sistema nervioso lo que definitivamente triunfa?

Varias razones parecen integrarse en la respuesta. La primera, de orden intelectual: la vivísima curiosidad de Cajal, desde sus años de estudiante —claramente lo revela el sentido de la que él llamó su «manía filosófica»— por conocer el mecanismo cerebral del pensamiento y la voluntad. En esta línea se movía también, aunque de otro modo, la cajaliana afición al hipnotismo, tan intensa durante los años de Valencia. La segunda razón es de índole estética: la fuerte delectación del contemplador de la Naturaleza. Ése es precisamente el deleite que le traen sus excursiones por la apenas transitada selva del sistema nervioso —ante ella experimenta, son sus palabras, «el sentimiento un poco egolátrico de descubrir islas recónditas o formas virginales que parecen esperar, desde el comienzo del mundo, un digno contemplador de su belleza»—, y no otro fundamento tiene la elección de nombre para las estructuras morfológicas que descubre: «nidos pericelulares», «ramas trepadoras», «fibras musgosas», «eflorescencias rosáceas»... «Series de jacintos» ven sus ojos en las células del asta de Ammon. Otras razones hay para explicar su inclinación hacia la histología neurológica, éstas de orden caracterológico e histórico: la vigorosa tendencia del hombre Cajal a la autoafirmación personal por la vía de la obra propia, tan patente en varios aspectos de su vida; una pronta convicción de que la originalidad en la investigación anatómica sólo podía ser entonces lograda por tres vías, la anatomía comparada, la embriología y la anatomía microscópica; la lúcida advertencia de que por aquellos años sólo la tercera de ellas era accesible a los recursos de un investigador español. Tales fueron los presupuestos de la entusiasta dedicación de Cajal a la histología del sistema nervioso. En la España de 1875 a 1880 no era él, desde luego, el primero en hacer uso del microscopio; algo anteriores a su empeño son Federico Rubio, Ariza, Olavide, Maestre de San Juan y Simarro. Junto a Maestre de San Juan contempla por vez primera Cajal una preparación micrográfica, y a Simarro debe, como pronto veremos, dos indicaciones enteramente decisivas para la edificación de su magna obra. Pero a partir del bienio 1887-1888, en el que termina ese que antes llamé «período previo» de la investigación cajaliana, todo cuanto le precede, y no sólo en España, se convertirá en simple prólogo —importante unas veces, humilde otras— de sus descubrimientos y sus ideas. Tres son las grandes etapas de la actividad científica de Cajal desde la iniciación del que él llamó «mi año cumbre»: la primera va desde 1887 hasta 1903; la segunda, de 1903 a 1912; la tercera, desde 1912 hasta su muerte, en 1934.

En 1887, Simarro da a conocer a Cajal el método de Golgi o cromoargéntico para la tinción del tejido nervioso. Rápidamente se hace dueño de él el joven histólogo, lo modifica con eficaz originalidad —su «proceder de doble impregnación»— y febrilmente lo aplica año tras año al estudio de las más diversas estructuras nerviosas: el cerebro, la retina, la médula espinal, la corteza cerebral, el tálamo óptico, etc. Copiosísima fue la cosecha de hechos histológicos nuevos y de plena vigencia en la neurología actual; pero el resultado más importante de ese enorme trabajo va a ser otro de carácter general: el revolucionario descubrimiento de que las células nerviosas no se comunican entre sí por continuidad, como afirmaban los reticularismos de Gerlach y de Golgi, sino por contigüidad, es decir, por mero contacto de las terminaciones cilindroaxiles o dendríticas de cada célula con el cuerpo o con las terminaciones de otra. La célula nerviosa constituye, pues, una unidad morfológica —y genética, porque sólo a partir de una célula se forma su cilindraje—, a la cual el anatomista alemán Waldeyer, uno de los primeros seguidores de las ideas de Cajal, dará el nombre de «neurona». La «teoría de la neurona» había de ser la máxima creación teorética de Cajal.

Sería erróneo, sin embargo, ver estas importantes novedades sólo como la consecuencia de emplear una técnica tintorial especialmente favorable. Indudable fue, desde luego, la importancia de esa técnica; pero en la génesis de la teoría neuronal tuvieron parte igualmente decisiva el gran acierto metódico de utilizar el «método ontogénico o embriológico» —la apelación a la idea evolucionista de que tanto en la ontogenia como en la filogenia las formas más sencillas preceden a las más complejas—, y el talento de formular doctrinas generales a la vista de hechos particulares. Fruto de este talento fue, además de la teoría de la neurona, la inducción de la ley que preside la conducción intracelular del estímulo nervioso o «principio de la polarización dinámica».

Durante la etapa comprendida entre 1903 y 1913, Cajal no abandona, por supuesto, el empleo de la impregnación cromoargéntica, que tan excelentes resultados le seguía dando, pero el hallazgo de una nueva técnica de tinción, la del «nitrato de plata reducido» —feliz modificación del «método fotográfico» de Simarro, súbitamente ideada por Cajal en el curso de un viaje a Italia—, abrirá nuevas vías a la investigación cajaliana. La nueva técnica, en efecto, le permite discernir con nitidez las «neurofibrillas» que componen el protoplasma de la neurona y se extienden hacia las prolongaciones dendríticas y cilindroaxiles del cuerpo celular, defender la teoría neuronal frente al «neorreticularismo» que a comienzos de siglo había surgido (Apathy, Bethe, Held) e iniciar, siempre mediante la exploración micrográfica, estudios acerca de la fisiología de la célula nerviosa. A lo largo de esta etapa recibe Cajal las más altas distinciones de su carrera (Premio de Moscú, Medalla Helmholtz, Premio Nobel) y publica el más importante de sus libros, la imponente Histología del sistema nervioso del hombre y los vertebrados (ed. española, 1897-1904; francesa —muy ampliada—, 1909-1911).

Dos valiosas innovaciones técnicas dan también comienzo a la tercera y última etapa de la obra de Cajal: la invención de los métodos del nitrato de urano (1912) y del sublimado-oro (1913). El trabajo en el laboratorio continúa; pero el investigador va sintiendo la pesadumbre de la tarea, treinta años de ininterrumpida labor titánica, sobre todo bajo la honda depresión moral que en él produce la guerra europea de 1914. La redacción de otro de sus libros más importantes, Degeneración y regeneración del sistema nervioso (1912-1914), «dejóme —dice— profundamente fatigado». No obstante, continúa laborando, por sí mismo o con la colaboración de sus discípulos, da a luz trabajos tan sugestivos como uno de 1919 acerca de las células retinianas de axón corto, vive muy activamente la polémica respecto del «tercer elemento» del sistema nervioso, puesta sobre el pavés por los importantes descubrimientos de Río-Hortega, y publica un estudio tan extenso y magistral como el titulado ¿Neuronismo o reticularismo? (versión española en 1933, versión alemana, bajo el título Neuronenlehre en 1935, ya con posterioridad a su muerte).

Al lado de esta genial obra científica debe ponerse, aunque su valor artístico no sea grande, la obra literaria del sabio: Cuentos de vacaciones (1905), Charlas de café (1921) y los ensayos de que más adelante se hará mención; aparte, claro está, su perdida producción de los años estudiantiles. La creación literaria fue para Cajal, por supuesto, una evasión; más también un recurso —éste no de observación, sino de imaginación— para, ante el espectáculo de la vida humana, pasar de «lo que se ve» a «lo que realmente es». Para un sabio, otro modo de ejercitar la tarea para él primaria: el conocimiento racional de la realidad.

El hombre: Juntando en su infantil persona el «modelo Tom Sawyer» y el «modelo Juanito», defendiendo frente a su padre su incipiente vocación de pintor, dirigiendo peleas y travesuras de adolescente, disecando cadáveres bajo la exigente férula paterna, entregándose apasionadamente a sus «tres manías» juveniles, la literaria, la gimnástica y la filosófica, polemizando en el aula contra el atrasado vitalismo de su catedrático don Genaro Casas Buscar voz..., en nombre de la reciente «patología celular» de Virchow, que por mera curiosidad científica él acababa de conocer, iniciando con entusiasmo y tesón la investigación histológica, Cajal va troquelando año tras año su personal modo de ser hombre, su individual y escotera personalidad; en su caso, la vigorosa personalidad de un gran sabio. Varios rasgos pueden ser discernidos en ella. Ante todo, el más básico y troncal: su enorme reciedumbre, su gran fortaleza. Cajal fue «todo un carácter», en el sentido a que primariamente aludimos cuando empleamos tan tópica expresión; un hombre en el cual es fuerte y constante la voluntad de autoafirmarse, bien esforzándose con tenacidad y energía por la vigencia social de sus opiniones y sus obras. La relación entre don Justo Ramón y su hijo Santiago sólo como duradera colisión entre dos personalidades enormemente vigorosas —ya hecha la del padre, todavía en agraz la del hijo—, puede ser rectamente entendida. Léanse en Recuerdos de mi vida las razones que llevaron a Cajal a entregarse a su «manía gimnástica» y, poco más tarde, a su «manía filosófica» —«antes que meditar honradamente sobre tan altos asuntos, yo deseaba... asombrar a los amigos», dice de sí mismo el lector de Berkeley, Hume, Kant y Fichte—, y se advertirá en el fondo de ellas esa fibra de su carácter. Y así, poco más tarde, en el laboratorio, cuando una verdadera y definitiva vocación científica sea el cauce por el cual se configure y realice la fortaleza de su carácter, y la pasión por la búsqueda y la defensa de la verdad prevalezca sobre el originario y multiforme deseo de sobreponerse a los demás. La estampa del investigador embriagado ante las imágenes que le brinda el microscopio, mientras una de sus hijas agoniza en la habitación contigua, otorga patética figura a esa definitiva transfiguración de la reciedumbre anímica de Cajal. Y lo que reveladoramente escribe el sabio acerca del sentido que con el tiempo alcanzaron sus lecturas filosóficas juveniles ¿no demuestra también, bajo otra forma, la antes mencionada transfiguración del carácter cajaliano, ese ascenso perfectivo de la personalidad en que la fortaleza, sin debilitarse, intelectualmente se esclarece? La básica reciedumbre de su carácter tuvo en Cajal una clara especificación de orden psicoorgánico. Desde su misma infancia, Cajal fue sabio, en efecto, elaborando mentalmente lo que le fueron ofreciendo los dos principales instrumentos somáticos de su genio, el ojo y la mano. Con este acusado talento visual se alió muy eficazmente el grande y doble talento manual del dibujante certero y el habilísimo técnico de la micrografía y la fotografía. Sin la posesión del uno y el otro como base, no habría sido posible la obra histológica del enorme hombre de ciencia.

Carácter recio, voluntad tenaz, poderosas dotes nativas para la captación visiva y el gobierno manual del mundo en torno. Nada más evidente en nuestro sabio. Pero con sólo esas eminentes capacidades, Cajal habría sido un mero descubridor de hechos histológicos más o menos importantes, no un verdadero y eximio creador de ciencia. Lo cual quiere decir que junto a ellas hubo en su personalidad una inteligencia cualitativamente configurada para descubrir en «lo que se ve» aquello por lo cual eso que se ve es como es; en definitiva, para desvelar la verdad de «lo que es». A una enseñaron Platón y Aristóteles que el asombro es el principio de la sabiduría. Pues bien: cumpliendo de por vida esta vieja sentencia, más aún, desarrollándola de hecho en el campo de su personal pesquisa, el neuromorfológico, la biografía científica de Cajal —la edificación de su personalidad como hombre de ciencia— vino a ser una serie ascendente de procesos intelectuales formalmente referibles a la siguiente estructura: percepción asombrada de un fenómeno del mundo visible, desde la caída de un rayo o la producción de un eclipse, hasta el lentísimo crecimiento del axon de una célula nerviosa o la aparición de neurofibrillas en el cuerpo neuronal, tras su tinción con nitrato de plata; conversión del asombro en problema, tácita formulación íntima de la pregunta por lo que realmente es aquello que se ve y asombra metódica elaboración de una explicación racional y científica, nunca, por supuesto, exhaustiva, de lo que comenzó asombrando a la mente. No parece ilícito ver en este esquema conceptivo y operativo una versión cajaliana del método que para la investigación biológica formuló Claudio Bernard en su Introducción al estudio de la medicina experimental.

Un fenómeno de la naturaleza cósmica (la caída de un rayo, el advenimiento de un eclipse), el espectáculo de la bóveda celeste (tras una deslumbrada lectura del libro Le ciel, de Fabre), el artificio técnico (la pólvora, el ferrocarril, la fotografía), el cuerpo humano en su conjunto (la visión del cadáver como «el admirable artificio de la vida») y las imágenes que le fue ofreciendo el objetivo del microscopio (el movimiento de los hematíes en el mesenterio de la rana, los nidos terminales en torno a las células de Purkinje del cerebelo, la retina de los insectos) fueron las etapas principales de esa ascendente serie de asombros, preguntas y respuestas. No resulta difícil percibirla, precisamente en ese orden, leyendo con atención Recuerdos de mi vida. Mediante las lecciones paternas y la lectura de libros científicos durante su infancia y adolescencia por sí mismo desde que inició su carrera de investigador, Cajal supo convertir sus asombros en problemas y dar a éstos respuesta adecuada: la teoría de la neurona, la significación biológica de los entrecruzamientos nerviosos, el plan estructural del tálamo óptico, tantas más. Cometería un craso error, sin embargo, quien en la respuesta de Cajal a sus asombros y preguntas sólo viese los saberes científicos que inmediatamente enuncian las respuestas obtenidas: teoría neuronal, etc. No: la personalidad intelectual del gran histólogo no fue tan sólo la del «hombre de ciencia», en el sentido estricto de esta expresión, fue también la del verdadero «sabio»; es decir, la que alcanza el hombre de ciencia cuando seriamente se hace cuestión del sentido y el alcance reales —a la postre, filosóficos— de los hechos y las teorías que otros le han enseñado o que por sí mismo ha descubierto. Actitud y ambición que nos sitúan ante el más profundo nervio mental de nuestro hombre.

Dando consciente cumplimiento a lo más serio de su afición a las lecturas filosóficas, Cajal, en cuya mente fue siempre viva la preocupación por el sentido humano del saber, vio ordenarse la meta de su ciencia según una serie de planos de profundidad creciente. En el primero, sus hallazgos factuales e intelectuales se integraron en una teoría general de la vida, que en su caso, no sin vacilaciones y problemas —relación entre materia inerte y materia viva, dificultades planteadas por el desarrollo filogenético del órgano visual— fue la inherente al evolucionismo biológico. Más allá, la concepción del saber científico como recurso para el gobierno intelectual y técnico del mundo; como, transcribiré sus propias palabras, «redentor heroico y poderoso y universal instrumento de previsión y dominio». Todavía más allá, la firme idea de que la ciencia, supuesta la honestidad de quien la hace, es el camino más idóneo hacia la máxima dignidad del hombre. En último término, la atribución de carácter sacral al conocimiento científico del mundo. El sabio-sacerdote, típica figura de la cultura del siglo XIX, tuvo en Cajal uno de sus últimos y más esclarecidos representantes.

El español: De Cajal puede e incluso debe decirse que fue a la vez un sabio español y un español sabio; de tan entrañable manera vivió desde su infancia hasta su muerte su condición de hijo de España. Ahora bien, este hondo patriotismo de Cajal atravesó a lo largo de los años no menos de cinco etapas, susceptibles de reducción a otros tantos adjetivos: tradicional, crítica, regeneracionista, laboriosa y alarmada.

Al modo liberal, no al modo tradicionalista, tradicional fue el patriotismo de Cajal desde que en él surgió el sentimiento de patria hasta su dolorosa experiencia de la guerra de Cuba. Así vive su condición de español el niño que en Valpalmas vitorea a Prim y O’Donnell, al término de la guerra de África, y así el adolescente que con tanto entusiasmo se entrega a las «patrióticas bullangas» con que el vecindario de Ayerbe celebró el triunfo de «la Gloriosa».

La visión desde dentro de la guerra de Cuba hará dolorido y crítico ese primer sentimiento de la patria. «Asombra e indigna —dirá más tarde— reconocer la ofuscación y terquedad de nuestros generales y gobernantes y la increíble insensibilidad con que se derrochó la sangre del pueblo... Caímos porque no supimos ser generosos y justos... La pobre España, siempre esquilmada, siempre sangrante y siempre perdonando y olvidando».

El desastre de 1898 le lleva a participar en la campaña regeneracionista Buscar voz...; la crítica debe convertirse ahora en proyecto de vida nueva. Pronto el sarampión regeneracionista de Cajal pierde su inicial expresión periodística, porque el investigador comprende que su personal modo de contribuir a la regeneración de la patria debe consistir ante todo en el esforzado trabajo cotidiano. El discurso «A patria chica, alma grande», en el acto con que la Universidad de Madrid celebró la concesión del Premio de Moscú (1900), y la proclamación de un «quijotismo de la ciencia» como programa nacional (Psicología de Don Quijote y el quijotismo, 1905), son las dos expresiones cimeras de esta concepción del patriotismo como diaria entrega a la obra de hacer ciencia.

Tras esta etapa, en fin, la terminal, en la cual, sin mengua de la constante fe en la realidad y en la posibilidad de España cierta alarma surge en el alma de Cajal. De ella dan testimonio las páginas en que el anciano, bien cumplidos sus ochenta años, comenta la actitud del renacido nacionalismo catalán. No le abandona, sin embargo, la esperanza. Si durante los últimos días de su vida llegaron a sus oídos los tiros del 6 de octubre de 1934, ¿cómo en su conciencia se habrían articulado tal alarma y tal esperanza?

Significación de la obra cajaliana: No podrá ser cabalmente entendida la obra de Cajal sin una noción precisa acerca de su significación histórica. Dos líneas principales deben ser discernidas en ella, pertinente una a la historia de la ciencia y relativa la otra a la historia de la cultura española.

«En el campo de la morfología nerviosa —escribió el psiquiatra italiano Ernesto Lugaro—, se puede decir que Cajal, por sí solo, ha producido más que todos los otros neurólogos juntos». Pero, como antes se ha dicho, la importancia histórica de la obra cajaliana depende no sólo de los hechos que el investigador descubrió, también de las ideas con que supo interpretarlos, y en primer término de la creación de la teoría de la neurona. Hazaña ésta que en un orden puramente morfológico vino a ser la coronación de la teoría celular —cuatro nombres principales pues, en el curso de su constitución definitiva: Schleiden, Schwann, Virchow y Cajal—; y desde un punto de vista fisiológico, la base de la más actual neurofisiología.

Por otra parte, esa obra —tanto más, si junto a Cajal son nombrados los hombres de ciencia de su generación: Olóriz, San Martín, Gómez Ocaña, Ferrán, Turró, Torres Quevedo, Torroja, en el campo de las ciencias de la naturaleza; Menéndez Pelayo, J. Ribera, E. de Hinojosa y Manuel B. Cossío, en el de las ciencias humanas— obliga a plantear de un modo nuevo y más riguroso una vieja y batallona cuestión: el llamado «problema de la ciencia española» la razón por la cual ha sido tan escasa la contribución de España a la fabulosa historia de la ciencia moderna. Porque, con el de Cajal a su cabeza, ese conjunto de nombres y su situación en el tiempo muestran con elocuencia cuáles son los caminos morales y sociales para que nuestro país dé al mundo toda la ciencia que en verdad puede darle.

Obra principal:
Histologie du système nerveux de l’homme et des vertebrés (París, 1909-1911).
La fotografía de los colores (Madrid, 1912).
Reglas y consejos sobre la investigación biológica (Discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, en 1897; varias ediciones).
Estudios sobre la degeneración y regeneración del sistema nervioso (Madrid, 1913-1914).
Recuerdos de mi vida (3.ª y definitiva edición, Madrid, 1923).
El mundo visto a los ochenta años (Madrid, 1934).
Obras literarias completas (Madrid, 1950).

Bibliog.:
Tello, J. S.: Cajal y su labor histológica; Madrid, 1935.
Cannon, D. F.: Vida de Santiago Ramón y Cajal; Méjico, 1951.
Williams, H.: Don Quijote del microscopio; Madrid, 1956.
Durán, G. F. y Burón, Alonso: Cajal. Vida y obra; Zaragoza, 1960.
Laín Entralgo, P. y Albarracín Teulón, A.: Nuestro Cajal; Madrid, 1967.
Lorén, S.: Cajal. Historia de un hombre; Barcelona, 1956.
Rodríguez, Enriqueta E.: Así era Cajal; Madrid, 1977.
Ramón y Cajal. Expedientes administrativos de grandes españoles; Madrid, 1978.
Albarracín Teulón, A. y Laín Entralgo, P.: Santiago Ramón y Cajal; Barcelona, 1978.
Lewy, E.: Santiago Ramón y Cajal: el hombre, el sabio y el pensador, Madrid, C.S.I.C., 1987.

 

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